EL RIO, EL PUENTE DE MADERA Y LA CASA DE MOYA, MI MUNDO (05/01/2020)
Los recuerdos, hacen de algún modo que la historia, nuestra historia sea una historia circular, de un continuo, acaso frenético y a la postre angustioso retorno, de reconquista de nuestro pasado, de un dialogo con nosotros mismos en todas nuestras edades, de un fluir vivo de emociones, tan antiguas como recientes, que retumban, que nos conmueven, que dan forma, color y fuego y que nos permite reconciliarnos con nosotros mismos. Aquí uno de mis recuerdos primordiales temporalmente ya lejano pero esencial y significativamente tan cercano y tan presente (MRVC, 2022)
En qué parte de esa foto
se esconde las voces que nos despertaban de madrugada aquellos pequeños
pastores que todos los días apuraban el paso de sus rebaños al cruzar el
puente, ¡SI! el único puente de dos formidables vigas de madera, cruzadas por
tablones sucesivos, único paso a la banda y que terminaba frontal en la puerta
principal de la casa de Don Roberto y Doña Teodora quienes me acogieron
generosamente y me dieron a un hermano sin igual: Leonardo.
Dónde están esos
pescadores de mundos, caminantes intrépidos que vadeaban peñascos, salientes y
farallones, para alcanzar los espejos de agua, y luego, en cada una de ellas,
afinar el anzuelo y en sus largas esperas, en medio del fluir de sus aguas,
volver la mirada sobre si, redescubriendo y expandiendo cada filamento de
humanidad con la sensibilidad, el canto y la ternura del río.
No sólo son recuerdos,
fotos del ayer impregnados de nostalgia. No sólo son fragmentos de vida
cargados de emoción, que vuelven a despertar: me pregunto en qué lugar de
Josoma, de Cococha, de Parco, de Turumanya, de Chilcay se escuchan aún nuestras
voces, quizá, como ánimas, deambulan y se confunden con el llanto de sus aguas.
No sólo es ese espectáculo
de emociones que emergen a borbotones y que nos cargan de nostalgia con cada
retorno… Recuerdo el tren macho, el traqueteo continuo de las ruedas de metal
sobre los rieles, mientras sentados en las escalerillas de los vagones nos
deleitábamos mirando la vastedad del paisaje, cuando de pronto, a lo lejos, en
la banda, en la base de un cerro, podíamos avistar esa cueva inconfundible, como un ojo inmenso, al tiempo que el pito
enérgico del tren nos alertaba la llegada a Tellería. 
Ya en la estación y luego
de abrirnos paso en medio de la pequeña y bulliciosa feria que se animaba con
el paso del tren, nos esperaba un largo camino a pie. Era como volver por un
sueño, mejor aún "era despertar en un sueño". Primero, descendíamos
raudamente para cruzar el gran Mantaro y luego conforme subíamos la ligera
cuesta, como si se levantara un velo, una melancolía se apoderaba de nuestra
mirada y esa sucesión de pircas que se levantan a lo largo del camino, la
percibíamos como petrificadas en el tiempo, impregnadas por ese polvo
intemporal que se asienta con cada llegada o con cada despedida.
Y en ese eterno retorno,
volviendo afanoso por el recuerdo, acercarnos a Tincocc, punto de unión de los
ríos de Moya y Siyana e inmediatamente después Parco con su floresta
exuberante, cargada de frescor, con sus largos tallos que chicoteaban nuestro
rostro; finalmente, después de muchas curvas, franquear el atemorizante
barranco de Gagañan y observar, imponente, en toda su vastedad: el pueblo y sus
techos de ichu quemados con el tiempo, la iglesia de piedra y el viejo cedro,
todos ellos adormilados en la falda del cerrito tutelar de San Cristóbal. 
No sólo son amaneceres
lluviosos que despiertan con el canto dulce de chekchecos, chiwillos y
pichiusas, que saltan entre los duraznales del huerto de la banda, o que se
escurren entre taras, chilcas y molles a lo largo de caminitos encantados como
el que nos lleva de Pillhuani a la casa del puente. No sólo son los atardeceres
hirvientes cuyo cielo límpido se inunda de fuego mientras la penumbra inunda la
quebrada, cuando ya las sombras se agigantan y las torcazas retornan de largo
vuelo a los imponentes eucaliptos de Antahuara.
No sólo es la total
oscuridad de las noches sin luna, cuando el tuco nos asusta con su llamado
desde el otro lado de la banda que, para exorcizar como jarjachos, los jóvenes
a tientas nos arremolinábamos en el viejo cedro, para solo dejarnos llevar por
ese canto que nace de un vínculo estético, sin igual, de un corazón endulzado
de pasión con las aguas de Huachacora y de un espíritu noble y límpido como el
río Moya.
No sólo es el canto
eterno, continuo, frenético y sin fin del río que en su bramido condensa el
llanto, la tristeza, los sueños y las alegrías de todo Moyano. No sólo son sus
aguas turquesas, tan cristalinas como la nobleza de sus hijos y tan rebelde e impetuosa
como la blanca espuma de los rápidos de Yanayaco. 
Es todo y más, es el lugar donde se forjaron nuestras emociones fundamentales, donde aprendimos a ver de manera contemplativa, única. De hecho, podemos irnos mil veces, podemos no volver, pero ese recuerdo, esa foto, es nuestro mundo, es el lugar donde se da color, profundidad y textura a lo más noble y auténtico que habita en nuestro ser.
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